Piii. Piii. Piii.
Antes sonaba una de los Beatles pero la sustituí por un pitido monocorde. Ahora me levanto de peor hostia, pero al menos puedo volver a escuchar a Ringo Starr sin asociarlo a la oficina.
Me levanto, me ducho, me lavo los dientes, desayuno, me maldigo porque he vuelto a lavarme los dientes antes de desayunar, me lavo los dientes otra vez, miro a ver si me he vestido, por lo visto sí, cojo el maletín, tanteo la cartera para asegurarme de que voy a poder comprar un bocadillo en el bar porque otra vez se me ha olvidado prepararme un tupper y salgo por la puerta. A pocos metros del portal vuelvo sobre mis pasos para confirmar que cerré con llave.
Entro en el metro. Desde que sustituyeron la tarjeta de viajero por el pago con móvil, último grito del Internet de las Cosas, he tenido muchos problemas. Todas las mañanas se me olvida en la mesilla después de apagar el despertador de los cojones. Piii. Piii. Piii. Hoy lo llevo encima, lo paso por el lector y me interno en las tripas de la ciudad, que huelen a pis, a mierda de rata, a humedad y a alcantarilla, aunque lo primero que me encuentro es un cartel que me felicita por mi responsabilidad como ciudadano y me recuerda que usar el transporte público es bueno para el medioambiente 🙂
Llego al andén mirándome los pies y entonces oigo una voz que me llama, me dice “caballero” con el duro acento de la periferia y me indica que estoy mal colocado, que ese no es mi sitio, que a ver por favor. Apenas sí percibo el chaleco reflectante de la segurata porque ya estoy mirando dónde me he colocado. Es cierto, estoy en la zona morada. Mascullando una disculpa, me muevo rápidamente hasta la zona negra mientras soy consciente de mi propio género, de cómo soy leído e interpretado, de la impresión que causo a mi alrededor, de mi metro ochenta y noventa y tres kilos de peso, de mis entradas, de mi americana gris mal planchada que no hace juego con ninguna otra de mis prendas, de los zapatones negros, del bigote mal afeitado, de las gafas aburridas que yo pensaba que eran sobrias pero no, son aburridas.
Un par de decenas de tíos sacados del mismo molde que yo esperan legañosos a que llegue el tren en el sitio que verdaderamente nos corresponde. El vehículo entra en la estación un par de minutos más tarde, las puertas se abren y bajan tres o cuatro mendas clavados a nosotros, cuyos huecos en el vagón son inmediatamente cubiertos por sus doppelgänger. Las puertas se cierran y el metro sigue su marcha como si nada en su interior hubiese cambiado.
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